Lo que está permitido es correcto
11 de abril de 2020, Jürg Messmer
¡Domingo de Pascua! He estado meditando este texto, sobre todo porque mi maestra y confidente de muchos años, en Xela, había leído [mi queja bruta] y se había enfrentado con mi grito. “¡Tienes razón!”, me había escrito, “¡te entiendo!”. Sin embargo, al seguir leyendo su mensaje me di cuenta que oía un sonido sutil que me parecía una reprimenda - con razón! Al mismo tiempo me había acordado de aquella persona con la que siempre me meto en problemas, hablando de temas como es la salud o las reglas. Ambas voces me importan.
Para entender mi punto de vista, tienes que saber que toda mi vida había luchado por aliento. Nacido con un pulmón pegado, salvado por la técnica médica; después, una neumonía y la incubadora, seguido de dificultades respiratorias sin fin por casi toda mi vida. Y ninguno de los esfuerzos médicos me han ayudado. Además, la pregunta absurda que me había perseguido, ¿me habrían sacado a la luz en contra de mi voluntad?, o peor, ¿yo había entrado empujando...?
Una situación casi ¡sin esperanza!
Estaba forzado o, mejor, pedido que encontrara mi propio camino. Incluso me gusta fumar – a pesar de mejor conocimiento – pero soy rebelde: sigo diciendo, que fumar me ha salvado la vida! La pipa de la paz.
“¡Quien crea, que se salve!”
o
“El que crea, será bendecido.”
Colores del conocimiento, de las dudas y de la esperanza.
[La queja cruda]
¡Dios mío! Otro día de gran desesperación, nacido en otro rechazo de visitar a amigos por miedo del virus, el miedo de hacer algo no permitido, el miedo de la muerte. ¡Podría GRITAR - eternamente!
Incluso comprendo la precaución tal vez cuidadosa, y aprecio que se haya acabado la locura de los tiempos normales, que la naturaleza ya se relaja respirando de nuevo, y que los delfines estén jugando en los puertos de los humanos enjaulados. Y en realidad, el ruido del tráfico incesante de la carretera cercana se ha acabado, sobre todo en la noche. Y me encanta escuchar canciones bonitas y leer textos poéticos de la esperanza, que mis amigas comparten conmigo. Pero ya me doy cuenta de que no podré aguantar la situación por mucho tiempo, sólo moverme en un mundo virtual decretado por motivos dudosos.
Incluso me encanta la vida virtual en estos tiempos, estoy comunicándome y escribiendo textos extraños con la misma pasión que hago mis tareas en tiempos normales. Pero al mismo tiempo me está enloqueciendo tremendamente todo esto. Me he dado cuenta de que siempre he estado caminando sin encontrar habitualmente a gente que me echan ojeadas ansiosas o incluso me evitan obviamente. Peor, ya me encuentro haciendo lo mismo - ya estoy infectado por el virus que más yo temo - el virus mental.
Me hacen falta los abrazos, los toques, manos que se rozan casualmente. Las ojeadas, las sonrisas, tal vez incluso promesas sugestivas, o recuerdos de conocerse desde hace tiempos, incluso otras vidas. Claro, me convienen los trenes y buses casi vacíos, siempre que me atrevo a subir a uno de ellos. Pero los rechazos histéricos de mis propuestas de encontrarnos de manera presencial, me dan miedo - ¡ni siquiera poder encontrarse en una terraza o a la orilla del lago! - aun prometiendo mantener la distancia social requerida. Y lo peor, ¡entiendo a los desanimados! Y eso me enloquece aún más profundamente.
Estoy deseando el momento cuando salga de mi piso, ya anunciado, que ha sido mi refugio por tantos años. Ser un indigente, sin techo, un migrante sin camino ya prefabricado. ¿A la izquierda, a la derecha? Quizás vaya a embarcarme a pie hacia las regiones rurales, los valles poco poblados de las montañas del oeste, donde vive la gente que todavía no está paralizada por lo que hemos identificado como Covid-19, por los anuncios de la ciencia aplicada y certificada, y por las estadísticas misteriosas mostrando su peligro mortal que está uniendo a la gente fácilmente y homologándonos tanto. Allá, donde la gente todavía no sabe, o no quiere saber, la importancia de la salud moderna, donde falta la gran densidad de consultas médicas, sin hospitales con unidades de vigilancia intensiva sofisticadas al alcance. Donde no se puede evitar la muerte desconocida y tal vez injusta. Sin métodos de cognición objetivos, excepto aquellos emocionales en las mesas de los asiduos.
Busco los lugares donde la gente todavía no sepa que están muriendo del Covid-19, o de una gripe común, por cansancio de la vida, o por el deseo de cambiar la escena - la ropa ya desgastada. Donde todavía no estén conscientes de que se podría prevenir la muerte, incluso las ideas modernas de lo que es humano.
Estoy feliz cuando me encuentro con el hombre que todavía le cuesta hablar alemán “correctamente”, después de haber vivido en este país por tanto tiempo. Aquel que está soñando el mar lejano, del agua salada del Mediterráneo y de sus olivos orgánicos. Siempre disfrutamos unas pláticas alegres y vivas, un refresco para el alma. Pero qué placer sería un abrazo impulsivo, sin certificado de no infectarse o de culparse por otra muerte, por un toque irreflexivo, sin tenerse que probar el mutuo entendimiento; sin darse cuenta de que podríamos causar una muerte ajena, y que no se haga eso. No es una manera de morir moderna.
No es deseable tocarse con manos sucias por una tarea reciente, sin protección por gafas desechables que usan los médicos y los enfermeros. Sin desinfectante que está irritando y secando la piel, abriendo las puertas a otros peligros afuera del foco - como la vez cuando lo había aplicado para desinfectar mis manos peligrosas,en público, en la tienda, temiendo las miradas de los demás en la fila - las miradas que habrían podido identificar mi negligencia irresponsable. No me habían asombrado mis manos secas y picadas, pero qué sensaciones extrañas, preguntas de lo saludable.
¿Ya es lo único que queremos, un mundo virtual, con salud garantizada, la vida perfecta y la muerte identificada y controlada?
Es virtual de todos modos, dirían unos u otros: quizás aprendamos a considerar a nuestros prójimos, y dejemos de presionar esperando en filas o en el carro. Qué bueno, si no fuera malo, pero temo que exactamente eso no vaya a pasar. Que rápidamente regresemos al circo normal, a la vieja rutina ya bien conocida. Lo que está permitido, es - otra vez - correcto.
[Fin de la queja cruda]
Quién sabe, milagros suceden, quizás nos haga razonables - tal vez un poco más poéticos, menos impulsados por la prosa – el Domingo de Resurrección.
P.D.1: Pesadilla: el cyborg longevo y monstruoso, aún peor que la máquina, el robot despiadamente inteligente.
P.D.2: Quizás mejor, que ya no tengamos un plan fijo, aunque me encanten planes concretos. Sin embargo podríamos empezar de nuevo - incluso en la escuela - y enfocarnos menos en objetivos concretos conocidos y confortantes, sin alternativas, o en preferidas competencias ya reconocidas - sino en compartir los deseos e ideas de para dónde queremos ir, cada uno. Quizás lo logremos juntos. Incluso la ignorancia y la despreocupación estarían permitidas. Tenemos tiempo, ¡todo el tiempo del mundo!
P.D.3: Postres, la compensación merecida, regalo de la vecina (¡su cumpleaños!), ¡muchas gracias! (ver foto)
Canción, cantada por José Feliciano: «Old Turkey Buzzard»
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